Más de 100 años de historia en el viejo juego del poliladron
Jacinto Andrade, "el Chueco", murió de un balazo policial en 1915 porque "se había desacatado". Incipiente ejemplo, en la ciudad, de lo que tantas veces se repetiría a través de la historia. Crónicas de un largo siglo en donde el poder punitivo fue mucho más allá de lo que marcaba la letra de la ley.
Mientras por estos días se inicia la selección de los 141 integrantes de la Policía Local que empezarán a formarse en enero próximo, de un total de 472 inscriptos, se cumplen los diez años de una serie de reformas que intentaron ser medulares y que pronosticaban, en la voz de León Arslanian, un sistema profundamente descentralizado. Mucha agua corrió bajo el puente antes y después. Malditas policías, gatillos demasiado alegres, discursos rimbombantes, manodurismos eclécticos y violencias sistematizadas.
Dónde están las raíces de la historia de violencias policiales es una perspectiva interesante. Que pocas veces se ha ahondado con seriedad. A nivel nacional bastaría, sin más, recorrer las imperdibles aguafuertes de Roberto Arlt que describían con maestría el rol de comisarios que metían miedo a los desarrapados y marginales o que pegaban el saltito y cruzaban la línea delgadísima de la legalidad.
Muchas veces ese debate ha caído en una trampa. Tantos gustan de ubicar el corrimiento de roles tras la última dictadura. En ese habitual concepto de que arrastran viejos vicios o que quienes cometen una ilegalidad son la manzana podrida dentro del cajón. Michel Foucault aportó al debate que "todo dispositivo legislativo ha organizado espacios protegidos y aprovechables en los que la ley puede ser violada, otros en los que puede ser ignorada y otros, en fin, en los que las infracciones se sancionarán". En otros términos, es ni más ni menos que un poder punitivo institucional que tiene muy en claro que toda ley puede dejar de serlo.
No hay festín más maravilloso que recorrer las hojas ajadas de un archivo periodístico. Los hallazgos de José María González Hueso, investigador y redactor del libro de los 100 años de EL POPULAR son, en ese sentido, un aporte fundamental.
Bajo el título de "El lado oscuro de Olavarría" allí se lee que en 1915 "coexistían, como siempre, los ‘buenos’ y los ‘malos’. (…) En febrero se señalaba que era necesario aumentar la dotación policial para terminar con los cuatreros y alejar ‘a los vagos, los jugadores de oficio, rateros y sujetos de mal vivir que, corridos de otros puntos, tienen su albergue favorito en Olavarría’". Cuestión que se encolumnaba en aquella filosofía propia de principios de siglo que derivó entonces en leyes como la de Residencia. Dentro de la misma nota, se leía que en octubre de ese año se publicó que "‘el sargento de Policía dio muerte de un tiro de revólver la noche del viernes al sujeto Jacinto Andrade (a) ‘El Chueco’, por habérsele desacatado en el momento en que lo iba a detener’. Se trataba de ‘un individuo de pésimos antecedentes, con diversas entradas en la policía por pendencia, violación de domicilio y atentados al pudor en los que se había señalado como un sátiro’". Unos 60 años más tarde, Rodolfo Walsh definiría que "la secta del gatillo alegre y la picana es también la logia de los dedos en la lata".
Hacia 1923, se leía que "por decreto del Poder Ejecutivo de fecha 10 del corriente (abril) ha sido exonerado de la repartición el ex comisario Antonio Panebianco, quien venía desempeñando la jefatura de la policía local, con el beneplácito del pueblo de nuestro partido, que veían en él a un funcionario correcto, atento a todos, sin distinción de clases ni de colores políticos. En el referido decreto se especifica que se toma esa extrema medida por surgir vehementes presunciones de cohecho en el sumario que el señor Panebianco le instruía al inspector señor Rojas. ¿Hasta cuándo la policía y sus buenos funcionarios estarán a merced de los caprichos de los gobernantes y de las conveniencias personales?".
Y por si a alguien le quedan dudas, hacia 1925 se publicaba en EL POPULAR que "cada día se juega, sino bajo la protección, por lo menos al amparo de la impasibilidad de los gobiernos".
Granadas y gases
Sería inútil plantear en esta nota las historias policiales durante los peores años de la dictadura. En todo caso, bastaría el cinismo volcado alguna vez en un documental por un ex comisario que refería que "nosotros respetábamos mucho a la juventud. Uno a lo mejor los corrigió. ¿Qué te pasa hijo? ¿Te tomaste una copa…? Subí que te llevo hasta tu casa. Eramos un poco padres de muchos".
Ya hacia 1992 se produce una de las historias medulares en la ciudad, aunque la mayoría no la recuerde. Hacia el final de un partido entre Racing y Loma Negra, lo de siempre. Violencia, piedras, golpizas. La policía arremetió con granadas de gases. Entre medio, perdió la vida Cristian González por un balazo policial. El gran efecto: algunos traslados, la clásica calesita y no mucho más.
La historia más reciente simplemente ha perfeccionado ciertas viejas crónicas. Connivencias, complicidades para una y otra parte de la definición de Rodolfo Walsh. En lo que hace al gatillo alegre y a las torturas, la síntesis la constituyen dos nombres: Jorge Tito Ortega, de cuyo crimen se cumplirá un año el próximo miércoles, y Diego González, por cuyas torturas, dentro de la comisaría primera, fueron condenados varios policías a prisión. En la segunda parte, hubo infinitos casos (muy pocos llegaron a conformar causa judicial) en donde algunos jefes locales de la bonaerense traspasaron la delgada línea que divide el mundo de la legalidad del del ilícito.
La larga historia del poder punitivo ha tomado diferentes formas según los contextos, según las épocas. Los permisos a ese brazo armado de la ley van más allá o más acá pero como el sol, siempre están.
Sanas y limpias
La historia de la ciudad ha estado acompañada por el emblema carcelario, nacido con el trabajo picapedrero al punto tal de que la Unidad Penal 2, creada en marzo de 1882, es una de las más antiguas del país. En EL POPULAR de 1964 se lee una noticia de ribetes muy particulares sintetizada con maestría por González Hueso: "El Penal de Sierra Chica tenía un pabellón de fama siniestra: el número 12, llamado eufemísticamente ‘disciplinario’, en la práctica mazmorras de castigo donde iban a parar los internos de mal comportamiento, con todo lo de subjetivo que el término encierra. El juez penal Alberto Uhalde lo visitó un día y ordenó su clausura. Era inhumano. El jefe de la unidad, Andrés Guido Spícoli dijo que la medida era apresurada, que planteaba un conflicto de poderes entre el Ejecutivo y el Judicial y que produciría un resquebrajamiento de la disciplina. No tuvo oídos a sus quejas y el pabellón fue demolido y reemplazado por otro que está lejos de ser un lugar que den ganas de ocupar pero, al menos, es ventilado e iluminado".
Si no fuera trágico, tendría ribetes absurdos. Cuarenta y cinco años más tarde, en la edición del 15 de noviembre de 2009, se leía en este mismo diario que "el Comité contra la Tortura presentó, ante el Juzgado de Ejecución Penal de Azul, el pedido expreso de clausurar el pabellón 12 y la Unidad Sanitaria de la Unidad Penal 2 de Sierra Chica y la inmediata reparación de los pabellones 2, 3 y 6". En el pabellón 12 había más detenidos de los que permitía la capacidad, "en el pasillo central se percibía ‘un fuerte olor a orina’. Las paredes habían sido pintadas recientemente pero estaban ‘manchadas, producto de la humedad y comenzaban a descascararse. Este pasillo contaba sólo con 7 tubos fluorescentes para la iluminación total, resultando escasa esta cantidad por la extensión del mismo. En algunos tramos estaba tan oscuro que resultaba imposible escribir’". La ventilación era "inexistente", en las celdas "no hay agua ni luz artificial", "no cuentan con mesas ni asientos. Los inodoros de cemento existentes en el interior de las celdas, sin separación, estaban totalmente manchados de materia fecal, en su interior y exterior, lo que evidencia la inexistencia de elementos y materiales de limpieza provistos por el SPB".
En ese infierno demoledor que conoció de motines, torturas, abandonos y olvidos, hubo mucho de violencias pero también –al decir de Walsh- de "la logia de los dedos en la lata". En 1994 –repasa el libro de los 100 años- "toda la cúpula fue procesada por vejámenes y lesiones a reclusos y, sobre llovido ensopado, la unidad fue allanada junto con la de Olmos y la contaduría del Servicio Penitenciario por la utilización de internos para que hicieran trabajos en beneficio particular de algunos oficiales. Una nueva intervención se hizo cargo de la cárcel, el anterior quedó en Azul con prisión preventiva".