Amalita estaba muy apenada luego de aquel entrecruce de palabras. Habían entablado una cordial amistad, pero además el estado de furia del muralista hacía peligrar la conclusión de sus trabajos. Al día siguiente, Amalita y Alfredo Fortabat, luego de despegar del aeródromo de San Jacinto con destino a Buenos Aires, sobrevolaron la fábrica y la Villa. Y entonces Amalita encontró la solución. Al ver la cúpula gris de la iglesia decidió recubrirla con aquel azul del cielo, aunque con un pequeño toque personal. La cúpula y el campanario de Santa Elena no serían del azul típico de los templos ortodoxos y también de algunas construcciones griegas, sino de un azul más bien aturquesado, uno de los colores preferidos de la empresaria.

Componedora y optimista por naturaleza, no solo se amigó con Katkov, sino que también sin querer Santa Elena tuvo algo así como un toque de ecumenismo. Meses después, al dejar inaugurado el nuevo templo, en su alocución la señora de Fortabat lo dejó bien en claro: "Santa Elena es obra del amor. Y cumple el máximo precepto cristiano, el de amar a Dios y amar al prójimo. Hemos amado a Dios porque le hemos levantado una casa, y hemos amado al prójimo porque (...) está abierta para todos los hombres de buena voluntad, para darles la unión y la paz", dejando aclarado que no le interesaba discurrir sobre diferencias, sino potenciar coincidencias.

Con el paso de los años, la silenciosa caída de polvillo fabril fue tapando el turquesa de las venecitas hasta cubrirlas por completo. Hoy las cúpulas se ven gris cemento. Muy pocos recuerdan aquel llamativo detalle en las partes más altas del edificio y sólo algunos poquísimos saben la anécdota que hubo detrás de su origen. Quizás alguna vez sea posible un trabajo de restauración que redescubra ante nuestros ojos el alegre color del Cielo, tal lo imaginaba aquella gran mujer que no se privó de tender puentes y pensar en el prójimo hasta en los más mínimos detalles.