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Carlos Eduardo Robledo Puch lleva más de 46 años presos contradiciendo la norma que establece que una pena de prisión no puede superar los 30 años. No es que no haya intentado recobrar la libertad, pero todos sus pedidos fueron rechazados. Nadie quiere firmar la libertad del hombre que se convirtió en símbolo del crimen.

Pero él siempre negó ser un asesino, atribuyó todas las muertes a sus cómplices, acusó a los jueces de haber montado un "circo romano" para condenarlo.

El Angel, la película que cuenta una versión de su historia ha despertado un singular interés, probando, una vez más, que a pesar de que los hechos narrados pertenecen a un país remoto –si se tiene en cuenta todo lo que ha pasado desde entonces- el nombre Robledo Puch está grabado a fuego en el inconsciente colectivo.

Hace más de treinta años, cuando este periodista era sino feliz al menos joven y menos documentado, mantuvo varias entrevistas con Robledo Puch en la Unidad 2 de Sierra Chica, reuniendo material para un libro que perseguía el objetivo incierto de retratar a una sociedad que poco después sería arrasada por la violencia y la crisis económica a través de uno de sus símbolos oscuros.

Pero Carlos Eduardo Robledo Puch negó obstinadamente ser autor de cualquier asesinato. Conjeturó, eso sí, que el verdadero asesino podría ser alguien que jamás fue involucrado por la Justicia o los medios. Aseguró que formaba parte de una banda juvenil dedicada al delito, pero cuyos miembros podían salir a robar de a dos o de a tres sin contarles nada al resto.

A lo largo de todas las entrevistas mantuvo esa versión sin ninguna modificación sustancial. En esos tiempos, mediados de los años ochenta, ninguna editorial mostró demasiado interés en publicar la defensa de Robledo Puch y la idea del libro se diluyó.

Pero las entrevistas sí sirvieron para reconstruir parte del universo de Carlos Eduardo Robledo Puch y sus padres Víctor y Aída, quienes llegaron al final de sus días sin resignarse a no volver a tener al hijo único que amaban y por el que se sentían amados.

Víctor y Aída siempre creyeron inocente a su hijo. En verdad, en ellos nadie pudo encontrar jamás la génesis de un asesino. Carlos fue un niño bien tratado, criado con amor, sin que existieran los abusos o las maldades que pueden ir convirtiendo a un chico en un criminal.

La única causa visible del ingreso de Robledo Puch al delito es la búsqueda simple del placer que puede proporcionar el dinero combinada con un desprecio total por la vida ajena. Haya sido Robledo Puch el asesino, sus cómplices o todos en algún caso, lo cierto es que no había razones lógicas para las muertes, salvo el puro y simple ejercicio del poder.

En esas entrevistas en la cárcel, Robledo Puch se aferraba a su versión de inocencia de las muertes, pero reivindicaba su carácter de ladrón experto. En la primera entrevista quiso demostrarme su habilidad para abrir cerraduras intentando fabricarse una ganzúa con la bombilla que encontró en un armario del lugar donde estábamos, una habitación destinada a los guardias.

Fracasó en su intentó, pero la bombilla quedó inutilizada mientras el periodista imaginaba qué podía ocurrir si en ese momento entraba uno de los guardias.

También contó la historia inverificable de que una vez había logrado horadar una pared después de mucho tiempo de trabajar con una cuchara, lo que le permitió llegar hasta el patio. Allí se dio cuenta de que no tenía chances de llagar a los muros y saltarlos, por lo que, dijo, volvió silenciosamente a su celda.

Para reforzar su proclamación de inocencia puso en contacto a este periodista con sus padres. En estas mismas páginas, años atrás, conté la primera reunión con Víctor y Aída en el chalet de Villa Adelina, una tarde bochornosa de verano.

Los padres vivían una espera cargada de angustias, pasaban horas leyendo las cartas de su hijo, mirando los dibujos que enviaba mientras sus vidas se desintegraban lentamente a medida que pasaban los años.

El gran amigo y cómplice de Robledo Puch fue Jorge Ibáñez, a quien le adjudica la mayoría de los asesinatos. Ibáñez murió en un accidente de tránsito en agosto de 1971. En la historia que contó Robledo en esas entrevistas en la cárcel el padre de Ibáñez era un hampón que les enseñó todo sobre el delito.

Héctor Somoza, otro de sus cómplices, fue muerto de un balazo durante un robo en el que mataron a otro sereno. Robledo Puch fue condenado por esa muerte que llevó a la Policía tras sus pasos, ya que Somoza tenía su cédula de identidad en un bolsillo. Ubicar a sus relaciones fue una tarea muy sencilla y así llegaron a Robledo Puch.

De Somoza se dijo que le habían quemado la cara con un soplete, aunque Robledo precisó que lo habían rociado con alcohol y luego le prendieron fuego.

Lo cierto es que esa muerte puso fin a la carrera delictiva de Carlos Eduardo Robledo Puch, aunque en 1973 consiguió 68 horas de libertad fugándose de la Unidad 9 de La Plata.

Su relato de ese breve tiempo de libertad serviría perfectamente como soporte cinematográfico, especialmente mientras comía polenta con tuco servido por la madre de un compañero de cárcel ante la pantalla de un televisor donde se hablaba con tono de alarma que "el Chacal está suelto" y los conductores del noticiero no escatimaban adjetivos tremendistas que no conmovían en absoluto a la familia que le había dado refugio y hospitalidad.

Un claroscuro perfecto.